09 septiembre 2007

SOLO ANTE EL PELIGRO

Artículo que por su estilo probablemente escribí entre 1992-95 y permanece inédito, o al menos ni recuerdo haberlo publicado ni conservo el recorte de prensa. El tono es humorístico, claro. Si alguien sigue todas las recomendaciones que dice ahí, estaría todo el día en tensión y además lo tildarían de hipocondríaco… En fin, lo reproduzco tal cual lo he encontrado, aunque hay muchas cosas que en la vida actual son de otra forma.
Me permito parafrasear el famoso título cinematográfico para hablarle no de la ficción, sino de la vida misma. Y si le parece exagerado, lea…
Al levantarse cada mañana con los alegres zumbidos decibélicos del puñetero despertador, abre usted la ventana y respira hondo… ¡No! ¿Nadie le ha dicho nunca que el aire está contaminado por el plomo de la gasolina? Se dirige al cuarto de baño, donde un chorro de bacterias recubre sus cándidas manos. Ni siquiera una buena ducha bastaría para echarlas a todas, así que lo mejor será que vaya usted a vestirse… ¡Dios mío! Con todo ese nailon, ¿cómo quiere usted que la piel le transpire?
Mientras empiezan a salirle erupciones, va usted a la cocina a desayunar. Eso no podría perjudicarle, ¿verdad? Por supuesto que no, si no toma usted ni café ni té, que son malos para el corazón, y se olvida de una buena tostada de pan con manteca, que le pondría el colesterol por las nubes. Deprimido y hambriento, se lava usted los dientes y luego… ¿A que no tiene lo que hay que tener para pesarse? ¡Qué horror! Por lo menos le sobran tres o cuatro kilitos… ¡Pero si no hay más que verle los michelines! De seguir así, se lo van a comer a usted los gusanos antes de tiempo.
Coja usted el coche si quiere, pero sepa que, según las estadísticas, hay muchas probabilidades de que usted o alguno de sus seres queridos se vean envueltos en un accidente de tráfico al menos una vez en su vida.
Llega usted al trabajo, y claro, no se le ocurre otra cosa que subirse al ascensor… ¡Pero, hombre de Dios, suba por las escaleras, a menos que quiera exponerse a que el día de mañana le dé un infarto!
Si me ha hecho usted caso en lo del ascensor, llega usted resoplando a la oficina y se desploma sobre su silla. La limpiadora acaba de marcharse, dejando tras de sí un delicioso aroma a aerosol flotando en el aire. Inhale, inhale usted profundamente y disfrute de la dulce fragancia sin preocuparse para nada de que puedan hacérsele polvo los pulmones (por no hablar de la capa de ozono).
Con las manos temblorosas, enciende usted un pitillo, a ver si así se le pasan un poquito los nervios. Pero… ¡¿cómo se atreve?!
En ese momento llegan sus compañeras de trabajo, dispuestas a soportar una dura jornada, luciendo sofisticados peinados y maquillaje a mansalva. ¿No han oído hablar de que los secadores y los lápices de ojos son cancerígenos?
Por fin, llega la hora del almuerzo: dieta mediterránea, aunque todavía no haya consenso (como se dice ahora) sobre si ésta es saludable o no. ¿Y quién se resiste a otra copita, a pesar de lo que diga la Organización Mundial de la Salud?
Por la tarde, se debate usted entre una subida de tensión y una indigestión crónica, y no ve la hora de volver a casa.
¡Menudo atasco se formó anoche en la carretera de circunvalación! Lo pasó usted dando golpecitos al volante y mirándose en el espejo retrovisor, ¿no? Estaba usted de un humor de perros, y se puso peor cuando recordó aquel artículo sobre la apoplejía que estuvo leyendo la semana pasada.
Destrozado y con los nervios a flor de piel, llega usted a casa. Cruza el umbral lentamente y cae rendido en los protectores brazos de su cónyuge, que no aguantará mucho porque se ha pasado el día entre detergente y aerosoles, con el único descanso de los culebrones de turno.
¡Pero no tema, la civilización está aquí! ¿De verdad somos más felices en nuestro moderno mundo tecnológico, con todos estos adelantos que nuestros ancestros desconocían? Ya sé por qué no había psicoanalistas ni sexólogos antes del siglo XX: no los necesitaban.

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