29 diciembre 2005

DE CAJÓN


Originalmente publicado en el diario Huelva Información (Miércoles 8 de Junio de 1994)
London (lo escribo en inglés siguiendo la moda de decir Yeneralitat, Chunta, Lendacari y otros palabros que ya estamos acostumbrados escuchar en frases en español) es una curiosa ciudad donde habitan negros, chinos, hindúes, indochinos, españoles, y hasta puede uno toparse con algún que otro hijo de la Gran Bretaña.
London tiene cosas extrañísimas: la comida, la circulación por la izquierda y el que los coches se detengan religiosamente en los pasos de cebra. Sus habitantes son tan raros que si les rozas se disculpan inmediatamente con un “Esquiusmi” entre dientes y encima, los muy anormales no tiran ni un solo papel por el suelo. Lo que sí tienen es bastante buena leche, cosa que tampoco está de más con los tiempos que corren. Claro que son tan absurdos que a la leche la llaman “milk”.
En London hay varios parques con árboles y cesped por donde la gente corre, se tumba (a veces sexualmente) y monta a caballo. Curiosamente, los caballos ingleses tienen cuatro patas.
El parque mas conocido es el Hyde Park. Yendo en un pequeño grupo, lo más barato y cómodo para llegar hasta allí es un taxi. Ahora bien, cuando uno echa mano de su mejor inglés y le suelta al taxista eso de “Plis, tu de Jaid Parc”, el hombre se queda perplejo. Después de varias intentonas, gesticulaciones y sacar el plano de la ciudad, por fin se entera y dice exactamente: “Ah, tu de Jaid Parc”. Y se queda tan pancho.
El Hyde Park es como el Retiro de Madrid pero algo mayor y un poco más limpio porque han tenido el detalle de poner también en español los consabidos carteles de “No arrojar basuras”. En Hyde Park no faltan los clásicos estanques con barquitas y patos, ni las clásicas viejecitas con sombrero echando miguitas a los gorriones. Éstos tienen dos patas.
Precisamente en Hyde Park está lo más curioso de London: el Rincón de los Oradores. Allí, cualquiera que lleve un cajón puede subirse en él como si de una tribuna se tratase y, por lo tanto, sin pisar el suelo inglés (esto es fundamental) puede despotricar contra todo lo que se le ocurra. Estos oradores gritan tanto que parece que se les fueran a romper las cuerdas vocales; se ponen rojos; se excitan como demonios y ponen de todos los colores a los políticos de cualquier tendencia, a la religión y hasta al lucero del alba si hace falta. Rápidamente, se forma a su alrededor un corrillo de curiosos que se mondan de risa ante la pasiva mirada de un “bobby”, que así llaman a los policías en London. Cuando por fin termina todo, el orador agarra su cajóncito y se marcha de vuelta a casa muy contento y desahogado mientras el corrillo se disuelve o se vuelve a unir en torno a otro conferenciante que probablemente también esté diciendo cosas “de cajón”. En la foto se puede ver la escena, aunque sustituyendo el cajón por una escalera, pero el espíritu es el mismo.
Y digo yo que, en una de esas reformas que le salen como hongos al sistema educativo español, podría incluirse como asignatura el cajoncito. Nos vendría de perlas subir al cajón y aprender a discutir sin necesidad de agarrar al contrario como hacen aquí algunos energúmenos. Puede que hasta nos civilizásemos y perdiésemos la fea manía de cambiar los nombres de las calles a cada dos por tres. Se hace, según dicen, para terminar con los odios y hermanar a todos los españoles, pero se sigue un camino equivocado. Lo lógico sería que al lado de la Avenida del Generalísimo estuviese la Avenida de Don Manuel Azaña, y junto a la Plaza del General Miaja se encontrase la Plaza del General Mola. Otra solución más económica sería que en las placas dijera “Avenida del Jefe de Estado”, “Plaza del General” o “Calle del Presidente del Gobierno”, según convenga. Lo demás son revanchismos estúpidos que no llevan a ninguna parte.
Volviendo al dichoso cajoncito: no estaría mal el invento aplicado al anteriormente citado Retiro, al Parque Güell, al de María Luisa o al Alonso Sánchez... bueno, a éste último no, porque el cajón sólo serviría para sentarnos a esperar que nos abrieran.
Gracias al cajón podríamos caerles bien a los ingleses y nos devolverían Gibraltar, y además, cualquier españolito de a pie podría decir hasta dónde está de la telebasura, de la corrupción y de la crisis económica; Mario Conde podría defenderse sin necesidad de abogados y con la tranquilidad de que su cajón no podría ser intervenido; Ruiz Mateos no tendría que preocuparse de hacer más payasadas porque el cajón ya es lo bastante ridículo; Luis Roldán podría tirar de su famosa manta sin molestar a los chicos de “El Mundo”; Mariano Rubio podría preguntar, si su detención no es ilegal, por qué no se ha efectuado antes; los nacionalistas podrían hablar en tantos idiomas como les diera la gana sin suscitar polémicas de ninguna clase; Aznar y su partido podrían hacer verdadera oposición más a menudo... y todos los miembros del Gobierno podrían dimitir sin causarnos demasiados problemas porque, al estar subidos al cajón, no se encontrarían en suelo español.
En resumidas cuentas, de esta forma tan tonta y con el cajoncito de marras, los deseos de los ciudadanos de que España sufra un cambio revolucionario se disolverían en un torbellino de palabras a la sombra de los árboles de un parque. Bien mirado, maldita la falta que nos hace un cajoncito de estos. ¡Es que estos ingleses hacen unas cosas tan raras...!

1 comentario:

Anónimo dijo...

Creo recordar que una regla no escrita para hablar en Hyde park es la de no afrentar a la reina.

Si en Italia hablasen de cajón supongo que la regla sería no mentar a "la mamma" (de nadie en particular) ni al "Pappa" (Rachinguer, en la actualidad).

En España, supongo que la regla para hablar desde el cajón sería la de no opinar nunca nada distinto a cualquier cosa que pueda pensar cualquier otro español, para no herirle, ni conculcar sus infinitos derechos, es decir, que en caso de ponerse alguien a hablar, estaría hablando solo y sin público encima del cajón. Tal vez algún inmigrante prestaría atención, y tal vez algún español, con la guardia baja, pasaría de largo diciendo: "¿qué se creerá este listillo, no pretenderá darme lecciones de nada, a mí?"

En Francia, la regla sería, tal vez, que, se hable de lo que se hable, el discurso debe terminar sin palabras en el dormitorio de la espectadora más sonriente de la primera fila.

En Alemania los discursos los llevarían escritos, para leerlos.

¿Y en Cuba? En Cuba hablarían colocando el cajón en Miami.

Etc.

Espoc

Espoc